La normalización de la injusticia



La política actual nos ha malacostumbrado a discursos agresivos, que buscan escandalizar, ser impactantes y arrastrar seguidores, sin importar mucho las consecuencias sobre las personas concretas.
Discursos como el que alerta horrorizado de la supuesta “islamización” de Europa, de una “invasión” organizada de “moros”, que vienen para quedarse con “nuestras cosas”, de activistas de ONG dedicados, supuestamente, a la trata de personas… discursos delirantes que, sin embargo, se nos presentan como verosímiles y, para algunos, totalmente razonables.
Pero no son ni razonables, ni razonados. Porque no se busca contrastar una información que nos tragamos sin filtro…, aceptamos cualquier cosa leída en internet o escuchada en las tertulias de televisión como la máxima verdad autorizada.
Lamentablemente, la xenofobia ahora está bien vista. Y tendemos a creernos lo peor de los “extraños”, “extranjeros” y “diferentes”. Esto es así para los pobres exclusivamente, desde luego, si son ricos y famosos como Messi, no hay objeciones.
Xenofobia no es solo rechazo al extranjero, es rechazo al diferente, en realidad, es rechazo al otro…
Lo justificamos por su forma de vestir, por su forma de orar, de pensar, de sentir… Si les negamos el derecho a vestir como quieran o a desarrollar su cultura con libertad, como hacemos los demás, ¿cómo se van a «integrar»? Yo tengo derecho practicar la religión que quiera o no practicar ninguna, a desarrollar los valores de mi cultura, a votar o defender las ideas del partido que elija… Y ese derecho que tengo yo, ¡se lo quisiera robar a los demás, solo por no haber nacido en el mismo sitio que yo…!
Una actitud xenófoba que incita a saltarse las propias leyes europeas. A no respetar nuestra propia Constitución en su artículo 16 –relativo a derechos y libertades– que especifica: «Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley».
¿Quién soy yo para imponer el molde que a mí me conviene? ¿Quién soy yo para decir a los demás cómo deben hacer las cosas? ¿Y si no lo hacen, excluirlos…?
¿Eso queremos? ¿Una sociedad controladora e impositiva como tantas otras (demasiadas) que existen?
El argumento (si se le puede llamar así) es que otros países lo hacen (discriminan, excluyen, rechazan, incluso, matan). Entonces como otros lo hacen, nosotros también… ¿Qué lógica es esa? ¿Desde cuando lo ideal es compararse con lo peor en vez de ver a dónde apuntan nuestras aspiraciones?
Aspiro a una sociedad que humanice, no violenta, una sociedad que busque el crecimiento de los seres humanos y no la “compensación de la nada”, que aspire a ser mejor cada vez y que impulse sus mejores cualidades y las de los seres humanos que la componemos, que aspire a un conocimiento sin límites, que construya y colabore con la vida…
Pero ponemos la mirada en el otro para no ponerla en nosotros mismos, «el otro es el que tiene problemas», es «el otro el que se muere», son otros los que se ahogan en nuestras playas… Miro cómo mueren los otros y así niego mi propia muerte, porque esa, no quiero ni mirarla… Tomaré pastillas, me darán ataques de ansiedad, me volveré demente… con tal de no mirar a dónde voy, el final del camino.
Si despojamos a los otros de sus derechos, sea con la excusa que sea (su nacionalidad, su color de piel, su género, su condición sexual, familiar, su religión…) nos estamos despojando de nuestra humanidad como sociedad y como personas, destruimos nuestros valores como sociedad democrática «avanzada», para elegir volver a la «barbarie». Una sociedad guiada por el «sálvese quien pueda». ¿Es lo que queremos de verdad?
En cualquier caso, buscar culpables no resuelve el problema ni cambia el destino. Solo nos hace la vida más difícil a todos. Cuando podría ser muchísimo más luminosa si viéramos este mundo como la oportunidad de encontrarnos con los otros y con su rica diversidad.

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